La Educación Evangelizadora

Expresión surgida de una conversación con mi colega y magnifica arquitecta, Karla Montauti.*

Comenzaré citando un pensamiento un poco largo, de un gran sujeto, considerado como una de las mentes más exuberantes y experimentales de la historia contemporánea, Buckminster Fuller.
Fuller, además es el creador de uno de mis edificios predilectos (y me consta que también, de mi amigo, el arquitecto y artista, Ricardo Sanz, con quien he discutido recurrentemente al respecto); la Biósfera de Montreal[1]. Una especie de »máquina natural», inspirada por la concepción idealista de la producción en masa, la sistematización y la replicación tecnológica, como instrumentos de una nueva arquitectura basada en una suerte de -funcionalismo sostenible-.

«Yo había venido a Harvard desde una escuela preparatoria para familias bastante acomodadas. Pronto me di cuenta que no sería incluido en los clubes, como podría haberlo hecho, si hubiera sido muy rico o si tuviera un padre cuidando de mí, ya que la membrecía estaba preestablecida por los comités de graduados apoderados de estos círculos. No sabía hasta ese momento que existía una separación social, donde había diferentes grados de ciudadanos. Me sorprendió enormemente la situación que se avecinaba. De repente vi un sistema de clases existente en Harvard con el que nunca había soñado. Mis pensamientos habían sido románticamente democráticos, y por esa notoriedad estuve a punto de ser condenado al ostracismo, hasta que fui tolerado »compasivamente» por mis compañeros de estudio. Entré en pánico por esa desintegración de mi mundo ingenuo de Harvard, participé en una »protesta», falté a clases y fui expulsado. Fuera de la universidad, fui a trabajar y trabajé duro. En poco tiempo, llegaron informes a Harvard de que yo era un joven bueno y capaz, y que realmente debería volver a la universidad; así que Harvard me llamó de vuelta. Sin embargo, ahora era considerado un inconformista social, y no vi a ninguno de mis viejos amigos; dolía demasiado, de nuevo falté a clases, gasté todo el subsidio de mi año, y una vez más fui expulsado. Después de mi segundo despido, volví a trabajar. Si la Primera Guerra Mundial no hubiera llegado, estoy seguro de que la universidad me habría vuelto a convocar, y de que me habrían despedido una vez más. Cada vez que regresaba a Harvard entraba en un mundo de aprensiones roedoras, inclinado por una filosofía conductista, y no una institución educativa de libre reflexión, y ese era el problema. Todo esto definitivamente me llevó a formarme a un ritmo más lento, con una educación conforme en gran parte de mi propia indagación, experimentación y autodisciplina.» (Fuller, 1962)

Fuller no obtuvo el título de arquitecto, y aún así, terminó desarrollando su particular comprensión del oficio, llegando a ser un superdotado de la arquitectura -reconocido como el creador de la cúpula geodésica- tras más de 20 años de investigación aplicada autodidacta.

La historia de Fuller presenta un fuerte componente social que valdría la pena abordar, pero  esta revisión se centra en enfatizar su mirada crítica ante la formación.

Sería temerario afirmar, que dejar de estudiar en la escuela de arquitectura nos convertirá automáticamente en grandes arquitectos. No es directamente proporcional. Pero lo interesante del testimonio de Fuller es ese último fragmento donde deja en evidencia, lo que precisamente podríamos llamar -La educación evangelizadora- que terminó frustrando sus estudios académicos.

El formato de la educación tradicionalista, donde está presente un maestro protagonista en el centro de la institución, como un sacerdote en la iglesia, que en cada jornada ofrece el sermón a sus alumnos discípulos procurando que se conviertan, no en dignos creyentes de la fe, sino en perfectos arquitectos diseñadores a cargo de fantásticos proyectos, a imagen y semejanza de sus mentores, y con ellos de la institución.

Unos seres humanos inmaculados que difícilmente llegarán a pecar, -y resalto irónicamente- mucho menos a diseñar esos extraordinarios edificios que esperaban proyectar, pues a fin de cuentas, y a decir verdad, pese a la legítima aspiración, son pocos los arquitectos -en relación a toda la masa de profesionales- que efectivamente consiguen edificar su propia »gran obra». En sus inicios, la tremenda mayoría acaba trabajando muy dignamente como dibujantes u operadores de otros, hasta alcanzar modestos proyectos propios al cabo de la experiencia.

Los más realistas pronto desempeñan un rol práctico en proyectos, más bien, bastante comunes. Los más astutos, antes de frustrarse, descubren con el tiempo que la arquitectura puede ser una herramienta para interceder de forma inmensamente amplia en otros campos del conocimiento. Cada vez aparecen más arquitectos artistas, críticos, planificadores, políticos, cineastas, constructores, leguleyos, etc. Pero las escuelas de arquitectura siguen formando metódicamente, grandiosos diseñadores por toneladas, casi de manera exclusiva, demasiado dependientes de la sapiencia y certezas de los expertos maestros.

No me mal interpreten. Para un arquitecto es indispensable desarrollar la habilidad del diseño con inteligencia y rigor, donde la figura del profesor guía que conduce pedagógicamente, suministra fuentes, elabora críticas, señala unas alternativas, imprime vigor a las ideas, es importante. El proyecto de diseño es la médula del oficio del arquitecto. Porque la arquitectura es una ciencia, encargada esencialmente, de construir la ciudad. El problema es que muchas veces el diseño es visto como un propósito y un fin en sí mismo, seguido de una fijación por el control férreo del maestro en el proceso proyectual. Y ese es probablemente un camino errado (aunque no necesariamente mal intencionado) en la educación, todavía vigente de los arquitectos.

La educación de los arquitectos no depende únicamente de dotados maestros en consonancia con estudiantes receptivos y talentosos. También es necesaria, fundamentalmente, una actitud para estudiar sin cansancio e intentar comprender de manera oportuna, otras disciplinas y áreas del conocimiento. Interesarse por la historia de la arquitectura, y todas las historias en general. Conocer otras formas y expresiones del arte. Leer grandes autores y otros no tan grandes, de cualquier tamaño, pero con un sentido crítico y reflexivo que permita »transpolar» esos temas a nuestro mundo, para cuestionarlo y producir ideas alternativas. Pero también interpretar la realidad social, espacial, cultural en la que estamos situados.

Por otra parte, las circunstancias corrientes, indican que las aulas de clase permanecerán cerradas durante más tiempo y llegado el momento difícilmente reabrirán de la misma manera. Todo el globo discute sobre el fenómeno de la migración desde la educación presencial hacia esquemas diferentes, a raíz de la pandemia. El formato virtual, a distancia y otros recursos. Una preocupación usual, se refuta si, ¿Es procedente la educación en arquitectura de manera impersonal?. Pero sin duda, ese no es el verdadero desafío en cuestión. La educación con independencia es simplemente un vehículo, y ahora también un catalizador. No es inédito. Ha existido durante mucho tiempo, aunque no ha sido ejercitado plenamente. El problema verdadero que nos está haciendo ver la crisis actual, es que la formación de los arquitectos, producto de la imposibilidad de la estrecha relación maestro – aprendiz,  pueda cambiar hacia otros arquetipos de la educación, donde ya no se produce una subordinación acérrima del uno sobre el otro, sino donde el profesor debe ser capaz de transmitir los elementos fundamentales, y donde los estudiantes están obligados a desarrollar una madurez y una autonomía bien fundada.

La pregunta que queda en el aire es si ¿estamos dispuestos?, y ¿cómo lo vamos a hacer?.

Volviendo a Fuller, en 1976 la Biósfera sufrió un incendio que hizo desaparecer el recubrimiento de acrílico envolvente de la cúpula, que le proporcionaba si bien un aspecto misterioso e insospechado, también opaco e impenetrable. Pero este accidente que trastocó bruscamente la obra de Fuller, lejos de perjudicarla, permitió revelar definitivamente, las cualidades integrales de toda la estructura y de la »ciudad desconocida» que se ocultaba contenida en su interior.

Cómo la cúpula geodésica, la educación debe prescindir de los mantos protectores, para transparentarse y adquirir una estructura más autentica, con una expansión de todo su potencial.

Marcos Coronel Bravo. Arquitecto. Profesor. Faber

Nota final: Las crisis son un punto de quiebre. Y la famosa -nueva normalidad- no puede significar volver a lo mismo. A nuestros anhelados hábitos de siempre. Sino avanzar hacia algo que tenemos que construir. Incluso a pesar del gravísimo estado en que se encuentran las universidades nacionales, su infraestructura, su equipamiento, y su personal. Eso también debe cambiar urgentemente.

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La Biósfera de Montreal, ardiendo en 1976.

[1] La Biósfera de Montreal fue construida para dar paso al Pabellón de los Estados Unidos en la Exposición Universal de Montreal del año 1967. Junto al legendario Habitat 67 de Moshe Safdie y la Estructura de Cable en Red diseñada por Frei Otto para el Pabellón Alemán, se convirtieron en referentes de la provocadora cultura utopista.

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FULLER, R. Buckminster. 1962. »Education Automation: Comprehensive Learning for Emergent Humanity». Lars Muller Publishers. p33-34

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